Carmen es una
creación romántica nacida al norte de los Pirineos. Se la inventó Próspero
Mérimée allá por 1845. En ella se inspiró George Bizet para componer en 1875 una
música fastuosa. Después no ha dejado de subyugar a nuestros cineastas y hombres de teatro: Florián
Rey hace Carmen, la de Triana (1938),
Luis Buñuel Ese oscuro objeto del deseo
(1977), Carlos Saura Carmen (1983), Salvador Távora Carmen (1996) y
Fernando Trueba La niña de tus ojos
(1998). Cada uno la ha soñado a su manera y entre todos le han dado vida a una
cigarrera que para muchos hijos y nietos del romanticismo pasa por ser un icono
de la mujer andaluza.
Ahora es un sueco, Johan Inger, quien presenta su propia Carmen. Un proyecto que cuenta con tres
ases: la música de Rodion Shchedrin, la Compañía Nacional de Danza y la
imaginativa coreografía de Inger.
Shchedrin con la colaboración de Mark Álvarez reinterpreta a
Bizet. Los dos funden pasajes emblemáticos del francés con sus partituras y en una
original simbiosis nos regalan momentos que por su originalidad atrapan nuestros oídos —el baile de
Escamillo encerrado en una caja de música de cristal es uno de ellos—.
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Imagen de Archivo |
La Compañía Nacional de Danza dirigida por José Carlos
Martínez deslumbra por la perfección y precisión de sus movimientos. Hay creatividad,
intencionalidad, expresividad y belleza plástica en cada mudanza. Un cuerpo de
baile espectacular con cinco protagonistas a su altura. En su debut en Sevilla,
una islandesa, Emilia Gisladöttir (Carmen); un belga, Daan Vervoort (Don José),
un valenciano, Isaac Montllor (Escamillo); una australiana, Jessica Lyall (el
niño); y un inglés, Toby W. Mallitt (Zúñiga).
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Imagen de Archivo |
Con todos ellos, Inger lleva a las tablas una versión de Carmen en la que cada detalle cuenta.
Todo está pensado, repensado y resuelto. Cada instante de su puesta en escena
tiene un significado preciso. Una versión plagada de hallazgos que nos da una
visión sombría, incluso tenebrosa, de la heroína de Mérimée. Comienza con un
niño vestido de blanco —¿encarnación de la inocencia?, ¿de la felicidad?— que
juega con una pelota. Un niño que termina vestido de luto rompiendo con rabia la muñeca con la que ha vivido sus mejores
momentos. Y enseguida aparece la primera máscara gris que presagia y
personifica un destino siniestro —¿la fatalidad?, ¿la muerte?— que termina
destruyéndolos.
Inger cuenta además con la escenografía del alemán Kurt
Allen Wilmer, un espacio sugerente en su sencillez: unos paneles-espejos que
iluminan y encierran, que evocan las casas y las callejuelas de Triana para
convertirse después en el ruedo de la Maestranza o en los riscos de Ronda.
Con estos mimbres el Lope de Vega sevillano se convirtió anoche en
testigo de una nueva y soberbia versión de Carmen.

