En la sala Cero se nos propone el
primer festival alternativo de flamenco,
y se nos propone en su segunda jornada un reto interesante. Un recorrido
por lo que fueron los "Cafes cantantes" del siglo XIX. Y ya de por sí,
este reto me acerca sin duda curiosa a conocer qué fueron aquellos revuelos
nocturnos.
La voz de Eulalia Pablo, maestra
que nos guía con voz rajada y subyugante, y profundamente flamenca por tanto,
nos sumerge en ese recorrido, en una época, a través de expresiones populares,
de giros y quiebros lingüísticos que nos llevan a otro siglo, y a lugares
sevillanos de la noche "cabaretera" gitana. Magistrales esas descripciones, obra del maestro José Luis Navarro. Y nos regala un ejercicio
de hemeroteca viva de cómo se configuraron los cantes y los bailes actuales, y
cómo se mezclaron desde sus raíces negras traspasando mares para acabar en
algunos casos cuajando en palos
consolidados del flamenco. Eulalia nos va dando el pase torero en cada
narración, deliciosas, a las distintas
piezas que componen el crisol completo de fusiones.
En el escenario como foto fija,
un cuadro flamenco, una coralidad de vestidos, volantes, de colores, de elegancias con
diseños de aquel tiempo, de un abanico de mujeres radiantes, en cuyo centro se sitúan
a la guitarra Pedro Barragán y al cante Edu Hidalgo que nos ofrecen una
rondeña y una seguiriya. Gran hacer el
suyo.
Al baile Javiera la Moreno,
Malena Alba y Ana Moya que salen a escena.
Javiera, pura coquetería en sus
tientos-tangos. Esta bailaora tiene alegría en sus curvas y en todo su cuerpo,
y en cada paso lo transmite sin disimulo, la lozanía de ir asomando un
despliegue progresivo de seguridad en su bullicio de movimientos. El sabor
festivo que te deja en la retina de una incipiente madurez que estalla en sus vaivenes, y en sus recorridos
llenos de fuerza y pasión.
La guajira de Malena nos deja
unos vuelos del abanico, elemento central, que evocan fantasías niponas, suaves y juguetonas,
pero muy sensuales, y que a su vez se
van tornando en garra elegante. Elegancia máxima. Los malabares visuales de
este baile entre cuerpo y objeto nos llevan sin retorno a mosaicos y azulejos
andaluces. Tiene dominio del espacio, de las curvas, de los gestos, del llenar
con piruetas flamencas de raíz. Embelesa.
Y llega Ana, con una solea
rotunda. Esto es capítulo aparte de maestría. Una bata de cola blanca. Un mantón
interminable de cielos moteados. La contención inicial en pases de vuelo de la
cola del traje requiere ir de menos a más. Y ella sabe dosificar los tiempos y
los giros con soltura y total dominio de los volantes y de la cintura. Y alza
el mantón en volandas altísimas en giros de vértigo. Maravilloso. Se queda parada en el sentimiento, con el ritmo exacto que marca el dolor sordo
de la solea, y sostiene el porte y los brazos en fotos estáticas pero donde
laten muchas emociones contenidas. Te quedas sobrecogida en muchos momentos. Y
luego, en el desenlace final, va
brotando el estallido de quien se suelta el corsé y desata el gitanerío de esa
bata de cola, de esa lágrima que componen ella , desde su recogido del pelo
negro hasta el último volante. Y termina por jaleos inundando el ambiente de
arrebato, y caderas que se celebran a si mismas. Te desatas con ella.
Se termina el Café cantante, y como tiene que ser, finaliza
en algarabía de bulerías, donde todas
salen a festejar el fin de fiesta. Un espectáculo cuidado y redondo. Un lujo,
esta lección de historia del flamenco vivo.
María N. Limón