Alba Molina es hija de Lole y Manuel y canta los temas de
Lole y Manuel —raramente vemos un título tan exacto como el que llevaba este
recital: “Alba Molina canta a Lole y Manuel”—. Eso es una gran ventaja, pero
también una seria desventaja. Es una ventaja porque Alba ha oído el cante desde
la cuna. Es una ventaja porque lo ha aprendido de dos de los mejores músicos
que ha dado el cante flamenco de todos los tiempos. Pero es una desventaja
porque al oír a Alba inevitablemente nos acordamos de Lole y sin proponérnoslo comparamos.
Y cómo no acordarse de Lole cuando escuchamos “Dime si has mentido alguna vez”,
“Una voz gritando siempre”, “Vente conmigo, niño”, “Almutamid”, “El río de mi
Sevilla”, “Todo es de color” —una auténtica joya musical—, “Nuevo día”, “Tu
mirá” o “Érase una vez una mariposa blanca”. Las voces de Alba y de Lole no
solo se parecen. Son como dos gotas de agua. Una razón más para que al escuchar
a Alba nos acordemos de Lole Montoya.
Alba se emocionó, se sinceró con el público y, faltaría más,
echó sus lagrimitas. Y ofreció un magnífico recital. Nos dejó, eso sí, con las
ganas de escuchar más de sus propios temas, como ese “Para mí” que compuso para
ella Manuel Molina. Tuvo a su lado la guitarra de José Acedo que puso el
contrapunto de las seis cuerdas a los sentimientos que Alba fue desgranando.
El público, al final, aplaudió rabioso y, como supo que Lole
estaba entre nosotros, la obligó a subir al escenario. Allí, primero acompañó
con palmas a su hija y después fue Alba la que acompañó a su madre en unas
bulerías que nos regaló a todos.
Lo que es un incomprensible contrasentido es que una voz como
la de Lole, pletórica, hermosísima, esté condenada a un injustificable ostracismo,
olvidada de los que organizan los grandes eventos musicales.
La otra cara de la moneda la ofreció Rosario Toledo en su
reposición de ADN. Una demostración de técnica dancística —unos pies que pueden
competir con los del más aventajado bailaor actual y una bata de cola que domina a la perfección— adornada con todas las payasadas, el desparpajo y la
desvergüenza de las que es capaz la gaditana. En este sentido, Rosario se
mostró cien por cien Rosario: guasa y arte hermanados.
Vino acompañada por una guitarra de lujo, la de Rafael
Rodríguez, una voz heredera de los grandes maestros de la tacita de plata, la
de David Palomar, y un polifacético Roberto Jaén, que cantó, bailó y se encargó
de la percusión. Entre los cuatro hicieron alegrías, milonga-rumba, soleares, el
chacarrá, tanguillos, caña y una bulerías para rematar la faena.
Rafael se dedicó a tocar la guitarra como él sabe hacerlo, ajeno a todas
las gansadas de Rosario. David y Roberto cumplieron a la perfección, con rigor y
seriedad, con sus cometidos musicales y participaron con más o menos discreción
y desenfado en las cosas de la Toledo.
Rosario demostró que el flamenco no tiene por qué estar
reñido con la diversión y nos hizo pasar un rato la mar de entretenido, aunque
a fuer de ser sinceros yo creo que debería de haber cuidado un poco más la caña y no permitir que ningún tic
cómico se colase de rondón en sus figuras y remates.
José Luis Navarro