jueves, 21 de abril de 2016

Una soberbia versión de Carmen



Carmen es una creación romántica nacida al norte de los Pirineos. Se la inventó Próspero Mérimée allá por 1845. En ella se inspiró George Bizet para componer en 1875 una música fastuosa. Después no ha dejado de subyugar a nuestros cineastas y hombres de teatro: Florián Rey hace Carmen, la de Triana (1938), Luis Buñuel Ese oscuro objeto del deseo (1977), Carlos Saura Carmen (1983), Salvador Távora Carmen (1996)  y Fernando Trueba La niña de tus ojos (1998). Cada uno la ha soñado a su manera y entre todos le han dado vida a una cigarrera que para muchos hijos y nietos del romanticismo pasa por ser un icono de la mujer andaluza. 


Ahora es un sueco, Johan Inger, quien presenta su propia Carmen. Un proyecto que cuenta con tres ases: la música de Rodion Shchedrin, la Compañía Nacional de Danza y la imaginativa coreografía de Inger.

Shchedrin con la colaboración de Mark Álvarez reinterpreta a Bizet. Los dos funden pasajes emblemáticos del francés con sus partituras y en una original simbiosis nos regalan momentos que por su originalidad atrapan nuestros oídos —el baile de Escamillo encerrado en una caja de música de cristal es uno de ellos—.

Imagen de Archivo
La Compañía Nacional de Danza dirigida por José Carlos Martínez deslumbra por la perfección y precisión de sus movimientos. Hay creatividad, intencionalidad, expresividad y belleza plástica en cada mudanza. Un cuerpo de baile espectacular con cinco protagonistas a su altura. En su debut en Sevilla, una islandesa, Emilia Gisladöttir (Carmen); un belga, Daan Vervoort (Don José), un valenciano, Isaac Montllor (Escamillo); una australiana, Jessica Lyall (el niño); y un inglés, Toby W. Mallitt (Zúñiga). 

Imagen de Archivo
Con todos ellos, Inger lleva a las tablas una versión de Carmen en la que cada detalle cuenta. Todo está pensado, repensado y resuelto. Cada instante de su puesta en escena tiene un significado preciso. Una versión plagada de hallazgos que nos da una visión sombría, incluso tenebrosa, de la heroína de Mérimée. Comienza con un niño vestido de blanco —¿encarnación de la inocencia?, ¿de la felicidad?— que juega con una pelota. Un niño que termina vestido de luto rompiendo con rabia  la muñeca con la que ha vivido sus mejores momentos. Y enseguida aparece la primera máscara gris que presagia y personifica un destino siniestro —¿la fatalidad?, ¿la muerte?— que termina destruyéndolos. 

Inger cuenta además con la escenografía del alemán Kurt Allen Wilmer, un espacio sugerente en su sencillez: unos paneles-espejos que iluminan y encierran, que evocan las casas y las callejuelas de Triana para convertirse después en el ruedo de la Maestranza o en los riscos de Ronda. 

Con estos mimbres el Lope de Vega sevillano se convirtió anoche en testigo de una nueva y soberbia versión de Carmen.

                                                                                                               José Luis Navarro