Nadie puede negar el virtuosismo de Jairo Barrull con los
pies. Unos pies limpios, precisos, apasionados, furiosos. Pero ahí empieza y
acaba todo su baile. Un baile hecho a ráfagas con un braceo más bien insípido.
Un baile que algunos llaman “puro” y otros “racial”. Lo de “puro” ya se sabe
que no es más que un reclamo comercial. En lo de “racial” parece que hay algo
de verdad. Desde aquel “Pisaré yo el polvico” que hacían las gitanillas del
XVII hasta el zapatedo electrizante y vertiginoso de Carmen Amaya el juego de
pies ha estado siempre asociado a la raza calé. Una forma de bailar limitada
que hace hoy estragos en muchos bailaores y bailaoras. Un baile que apenas
distingue de estilos y repite incluso la misma secuencia de golpes en un
martinete, en unas alegrías o en una soleá. Esos, más el consabido fin de
fiesta, fueron los tres palos que bailó Jairo.
Foto: Remedios Malvárez |
Con Jairo venía, como artista invitada, Irene La Sentío.
Bailó con él por martinetes y luego, sola, hizo bulerías por soleá y un taranto. Fue en lo esencial
una réplica del baile de Barrull. Pies y más pies, unos desplantes poco airosos,
y algún que otro detalle femenino en los brazos y en las caderas.
Foto: Remedios Malvárez |
Completaba el cuadro —llamarle “compañía” me parece excesivo—
la guitarra de Eugenio Iglesias, magnífica, y el cante de Juan José Amador,
Miguel Lavis y Antonio Zúñiga.
José Luis Navarro