martes, 3 de marzo de 2015

La Bata de Cola, un capricho de la majeza*

Creo que nadie cuestiona hoy que la estampa de una bailaora con una buena bata de cola es un cuadro excelso de flamencura. Sin embargo, la bata de cola es, en origen, una de las prendas posiblemente menos flamencas que se pueden imaginar. Fue una moda que reinó entre las damas elegantes de las capas altas de la sociedad, pero que poco o nada podría tener que ver con el vestuario habitual de las mozas y majas andaluzas y gitanas que gestaron en sus cuerpos nuestro baile. Es más, bien pensado, no deja de ser un engorro a la hora de moverse acompasadamente a los sones de nuestros cantes y nuestras músicas. Se ha necesitado desarrollar una técnica muy consumada y, por supuesto, poseer raudales de gracia y arte para llevar a buen puerto su andadura por los espacios escénicos en los que se interpreta el baile. Y eso es, todo hay que decirlo, privilegio exclusivo de muy contadas bailaoras. Tanto que hoy, con los nuevos trajes de diseño, se percibe claramente en el panorama bailaor femenino una acusada tendencia a su desuso.
Vestidos de niña y de señora, 1877.

La presencia de la bata de cola en el baile flamenco, de la que existen testimonios gráficos y literarios desde la primera época de los cafés de cante, ha sido un enigma que nos intrigaba. Siempre se ha dicho que se usaba la bata de cola en los escenarios porque formaba parte de la indumentaria femenina de la época. Pero, ¿a quién se le ocurriría la idea de ponerse semejante impedimento para bailar unas alegrías, o unos juguetillos, como se decía en las décadas finales del ochocientos?, y ¿por qué?

La respuesta a estos interrogantes nos la dan, como tantos otros detalles de nuestra historia social, las piezas de nuestro teatro menor y los relatos de los viajeros extranjeros que nos visitaron.
Recepción en el Palacio Real tras la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battemberg. Oleo de Juan Comba.

Juan Ignacio González del Castillo, aquel ilustrado que supo retratar como nadie la vida cotidiana de la majeza gaditana, nos da la primera pista en las décadas finales del XVIII. En el sainete La Boda del Mundo Nuevo**, cuando están dando los últimos toques a los preparativos para vestir a la novia, Pepa, su amiga, pregunta:

                                                      y la novia, ¿qué se pone?

A lo que Anastasia, la madrina, responde:

                                                     Le han prestado uno de aquellos
                                                     sacos de cola que tienen
                                                     el talle junto al pescuezo.

El «saco de cola» no es otra cosa que el traje de cola o, como después sería bautizado en el mundo flamenco, la bata de cola. Rafaela, la novia, es una maja que pertenece al estrato popular de la población gaditana La acotación inicial del sainete es bien explícita a este respecto: «Casa pobre. Salen Pepa y Anastasia». El traje, claramente, no podía ser suyo. Pertenecía a «un señor mayorazgo» y lo había apañado valiéndose de las mafias que eran usuales entre la gente del pueblo. Nos lo cuenta también Anastasia:

                                                     Se lo pidió a don Mateo,
                                                     mayordomo de un señor
                                                     mayorazgo.


A Rafaela, como a casi todas las majas de la época, le gustaba, cuando la ocasión lo requería, vestir con «lucimiento» y para ello nada mejor que uno de esos vestidos que lucían las señoras de la mejor sociedad. Era una costumbre que no sólo agradaba a las mozas que así se engalanaban, sino a todos cuantos las contemplaban. Es de nuevo Anastasia la que nos lo explica:

                                                                              El sujeto
                                                      es su protector, y quiere
                                                      que vaya con lucimiento
                                                      al baile.


Y para que el lucimiento fuera completo, Anastasia peina a Rafaela siguiendo también los dictados de la moda de las elegantes, haciéndole «el enredo que llevan en las cabezas las gachís».

Pechuga, el novio, otro majo, no se queda atrás y también aparece vestido como un señor.
Esta vez es Tolondrón, un aprendiz de fragua, quien nos lo describe a su manera:

                                                      ¡... Si viera usté al perro
                                                      del novio qué chupa trae;
                                                      qué calzón de terciopelo!
                                                            ¡Vaya, es un pasmo! Alredor
                                                      no se ven más que fideos
                                                      de plata y oro; y las cintas
                                                      de los hombros van haciendo
                                                      acá y allá respinguitos
                                                      como orejas de conejo.


Por supuesto que tal indumentaria no podía tampoco ser suya. Nos lo dice Tolondrón:

                                                      Se lo prestó un caballero.

Así ataviados asistirán los novios al baile con el que celebraban su boda. Lo habían organizado, nos dice el novio:

                                                      En casa de Juan Anzuelos,
                                                      que tiene una hermosa sala
                                                      con más de dos mil muñecos
                                                      pintados, y unos sillones
                                                      como camas.


Y allí «Baila Rafaela el zorongo», «recogiéndose la cola», según nos precisa en sendas acotaciones González del Castillo.

Demasiado pronto. Óleo de James Tissot, 1873.
Estos textos no ofrecen la menor duda de a quiénes y por qué se le había ocurrido la peregrina idea de bailar con una bata de cola. En realidad, no es que se la pusiesen para bailar, pero, una vez que la llevaban puesta, si era preciso bailaban con ella. No tenían más que «recogérsela». El paso siguiente es fácil de adivinar. Si con estos engalanamientos los casamientos, como dice Pechuga, hacían «mucho ruido en la ciudad», nada tiene de extraño que a una bailaora del mundo de la majeza se le ocurriese «hacer su mijita de ruido» apareciendo con su llamativa bata de cola sobre el tablao de cualquier café de cante.

De la pervivencia de esta caprichosa forma de vestir en el momento en el que van a abrirse los primeros cafés de cante nos da noticia Charles Davillier en su fundamental Viaje por España, publicado en París en 1862*** Lo hace al hablarnos de los majos y majas que van a la famosa feria de Torrijos. El texto no tiene desperdicio. Dice así:

En cuanto al traje de sus compañeras, no hemos visto nunca nada tan divertido y tan cómico: han de saber que las majas tan fieles de ordinario al traje andaluz, hacen excepción este día y no encuentran mayor placer que vestirse al estilo de París; en una palabra, a disfrazarse de señoras para causar admiración en la fiesta de Torrijos. Alquilan, pues, para esta ocasión, en casa de las prenderas de Sevilla, un sinnúmero de desechos, trajes de seda ajada, sombreros amarillo canario o verde manzana, de formas extrañas, todo pasado de moda ya hace mucho tiempo. Pero lo que casi no puede creerse es que se muestran muy orgullosas de llevar todas estas antiguallas, buenas sólo para colocarlas en una higuera y asustar a los pájaros. Y sin embargo, hay que reconocer que la mayor parte de las majas encuentran el medio de seguir siendo bonitas en tales vestimentas.
En él, nos cuenta cómo vestían de ordinario, «el traje andaluz», y por qué ese día les da por «disfrazarse de señoras» para «causar admiración». Exactamente lo mismo que pensarían las bailaoras flamencas que, además, tenían que causar admiración para destacarse como fuese en el mundo del arte para hacerse un lugar incuestionado en los carteles del momento. Después vendría el desarrollo de una técnica adecuada para poder mover aquellas batas de cola con la soltura necesaria hasta convertir su uso en todo un arte del baile de mujer.

                                                                                           Eulalia Pablo Lozano

* Este artículo fue publicado en la revista Candil,128, págs. 3874-3876.
** Obras completas, Biblioteca Selecta de Clasicos Españoles, Librería de los sucesores de Hernando, Madrid, 1914, tomo I, págs. 81-105.
*** Utilizamos la traducción española editada por Adalia, Madrid, 1984. Ver tomo I, pág. 460.