lunes, 19 de septiembre de 2011

La farruca orquestral

El 22 de julio de 1919 se estrena en el Teatro Alhambra de Londres El sombrero de tres picos de Manuel de Falla. La farruca, vibrante, majestuosa, era la base de la Danza del molinero, uno de los pasajes cumbre de la composición del músico gaditano. Esa noche, se engrandecía musicalmente y subía un nuevo peldaño en su ascensión en el panorama cultural de la época. Era, además y al mismo tiempo, su consagración definitiva en mundo de la música sinfónica[1].
La partitura de Falla, inspirada en la novela homónima de  Pedro Antonio de Alarcón, fue llevada a las tablas por los Ballets Rusos de Sergi Diaghilev. Ernest Ansermet dirigió la orquesta. Pablo Picasso preparó decorados y figurines. Leónid Massine bailó, hizo la coreografía y llevó la dirección escénica y Tamara Karvasina (Molinera), León Woizikowski (Corregidor) y Stanislas Idzikowski (Molinero) encarnaron a los principales personajes.
El éxito fue rotundo y clamoroso. La prensa madrileña se hizo eco de lo que dijo la crítica londinense. La Correspondencia de España (24 de julio de 1919) lo resumía así:
El éxito ha adquirido caracteres extraordinarios, no sólo por el entusiasmo que ha despertado entre los espectadores, sino también por el elogio caluroso que los críticos más ilustres dedican a la labor del compositor español.
[…]He aquí en síntesis lo que dicen de «El sombrero de tres picos» los críticos más autorizados de Londres:
El «Daily Chronicle» dice que es el deslumbramiento de ritmos brillantes tanto en el escenario como en la orquesta.
El colorido local empleado por Falla es admirable y la gráfica fraseología musical de la obra demuestra que el autor tiene un admirable sentido de lo dramático; hay momentos en la partitura que son tan excelentes como lo mejor que hemos conocido del repertorio de los bailes rusos.
El «Daily Telegraph» dice que se trata de una obra deliciosa.
El «Daily Mail» dice que la obra es ligera, clara, exquisita y de un intenso sentido nacional.
El «Daily Express» dice que Falla se revela como un maestro en el arte de la música de «ballet».
El «Daily News» lamenta que no se conozcan más obras de este compositor.
El «Manchester Guardian» le califica del más clásico de los modernos compositores.
Unos días después, Salvador de Madariaga daba su crónica de la obra en la primera página de El Sol (30 de julio de 1919). Decía así:
Alarcón, Martínez Sierra, Falla, Picasso, Massine. Escala de sensibilidades que ha dado actualidad y universalidad a la novela andaluza, transformándola en un baile ruso, muy siglo XX, muy de moda y muy universal. El éxito ha sido clamoroso,  el público se cansó de aplaudir y aclamar a los autores de esta europeización de nuestra ineuropeizable Andalucía. El Sr. Falla tuvo la mala suerte de tener que regresar a España a toda prisa, por razones urgentes de familia, y cuando sus compañeros de creación gozaban de su bien ganada gloria, hacía horas escasas que nuestro compositor había salido de Londres, privando al público de oír sus Nocturnos, y a la colonia española de hacerle el homenaje que tan merecido tenía.
El Sr. Martínez Sierra ha reducido la intriga de Alarcón a una red de eventos tan lacia y ligera, que Massine ha podido bordar sobre ella con toda libertad sus complicados y arabescos coreográficos, sin temor a que la comedia le Enzarzase los pies. Una escena de jarana en el molino; la aparición del señor corregidor, acompañando a su legítima esposa (en silla de manos); el coup de foudre del corregidor a la vista de la molinera; los alguaciles, que llegan a aprender al molinero, para facilitar los proyectos amatorios de la autoridad; nueva aparición del corregidor a caza de la molinera; retirada estratégica de la molinera hacia el puente; forcejeo y caída al río de su señoría ; salvamento del náufrago por la molinera, y llegada del molinero en el momento en que el corregidor se refugia en la alcoba, sin temor a que se le caiga encima el techo pintado por Picasso con olímpico desdén de la ley de la gravedad; troque de ropa entre el molinero y el corregidor; nueva llegada de los alguaciles que prenden al corregidor tomándolo por el molinero; y danza final con manteamiento del corregidor o su pelele.
Sobre este cañamazo han bordado sus colores, Picasso; sus movimientos, Massine; y sus armonías, Falla. La impresión de conjunto no es fiel trasposición de la que se desprende de la novela, sino mucho más agudizada, quizás por las exigencias de la técnica de este arte. La alegría llega a excitación; y lo cómico tiende a la caricatura. Picasso es, quizá, de todos los colaboradores el que más ha acentuado esta tendencia. Su escenario está tratado en un estilo más que sencillo, voluntariamente pueril. El motivo principal de la escena es un inmenso arco que parece prolongado ex profeso para dejar ver un trozo de cielo azul-tinta, ornado con cuatro caricaturas de estrellas cómicamente agrupadas. En el fondo, una caricatura de villorrio o villa, en líneas oscuras sobre fondo casi blanco. El puente sobre el río está “echao p’atrás”, y no se ve agua alguna, aunque se supone la hay, pues el corregidor aparece todo mojado después de su chapuzamiento. El tono general es un amarillo casi blanco, que hace excelente fondo a los trajes. Estos tajes son una maravilla de movimiento. Los aguaciles, sobre todo, negra, acuchillada de azul la casaca, y negro, acuchillado de amarillo el chaleco, parecen fluidos e inasibles como espíritus infernales. Cada traje en sí, y por virtud de sus propias líneas y colores, posee tanta movilidad que los bailes de conjunto son verdaderos torbellinos. Picasso ha conseguido la síntesis del baile con la pintura.
De la deliciosa música de Falla se encargará en el suplemento musical de EL SOL pluma más experta que la mía. Mi impresión de profano es que el compositor se ha dado perfecta cuenta de lo ligero, y aún de lo liviano, de la obra. Y, por lo tanto, ha dado rienda suelta a la imaginación—que posee envidiablemente rica—utilizando sus recursos técnicos más para divertí que para construir. La entrada de los corchetes está anunciada por el primer compás de la quinta sinfonía, caricaturizando en falsete. “Esto—me dice Picasso—es, según Falla, el símbolo de la fatalidad.” En este delicioso humor está trazada la partitura. Los numerosos y varios motivos populares que se entrelazan en su texto, pierden algo de su vigorosa  primitiva fuerza para retorcerse en contorsiones de marioneta. La soberbia explosión de un motivo de jota, que constituye el final, llega casi como una sorpresa en este ambiente de caricatura.
La interpretación de Massine y la Karsavina, acentúa esta impresión. Los movimientos, de una rudeza casi animal, que dan su vigoroso ritmo a las danzas españolas, aparecen angularizados, caricaturizados. Lo espontáneo, lo inútil, lo generoso y natural del baile andaluz, que es porque sí, y se da porque sí, ha desaparecido. En su lugar, gestos con un sentido, con un propósito, con una idea que presupone observación  cultura.
Es una mezcla inesperada, un chaud-foid, uno de esos manjares complicados de que gusta la civilización decadente. Esta es la impresión dominante, y pese a la exquisita perfección del conjunto, había momentos en que hería el oído y los ojos la lucha secreta entre las dos inspiraciones ma avenidas de la obra: la de Europa que busca sangre nueva para su decrepitud artística, y la de España, inconsciente creadora, que no se quiere dejar europeizar.
Salvador de Madariaga
Londres, julio 1919.
Después, esa farruca la bailarían, entre otros, Vicente Escudero (en 1926, en la Sala Bullier, en un beneficio organizado para los soldados españoles que luchaban en África), Encarnación López La Argentinita (Véanse La Época, 9 de marzo de 1932, Popular Film, 10 de marzo de 1932, y Heraldo de Madrid, 2 de diciembre de 1932), y Antonio Ruiz Soler (bailó en Milán en 1952 la coreografía de Massine, lo grabó para TVE en 1972[2] y lo montó para el Ballet nacional en 1981).



[1]. Dos años antes, el 7 de abril de 1917, la compañía de Gregorio Martínez Sierra había estrenado en el Teatro Eslava de Madrid con el título de El corregidor y la molinera una versión anterior. El libreto y la dirección escénica había sido de Martínez Sierra, los decorados de Rafael Penagos y Joaquín Turina había dirigido la Orquesta Sinfónica de Madrid.
[2]. Guión y dirección: Valerio Lazarov. Intérpretes principales: Lola Ávila (molinera), Carlos Calvo (corregidor). Coreografía: Antonio. Orquesta Grauke de la Ópera Cómica de Viena, dirigida por Eugenio M. Marco.