El
cante gitano tiene un metal propio. Es un cante al que no le preocupa
en exceso una perfecta vocalización o una afinación de alta
definición, pero que les araña las gargantas y lastima al que lo
escucha. Aún más, al gitano el compás le corre por las venas. Todo
esto es lo que demostraron anoche en la despedida de este primer
ciclo de 2015 en Cajasol Inés Bacán, Dolores Agujetas y María
Peña, representantes de tres familias y tres centros neurálgicos
del cante: Lebrija, Jerez y Utrera. Iban todas de negro riguroso
—supongo que por aquello de
que el recital se titulaba “Pasión”—
y fueron dando pinceladas personales al martinete, la soleá, el
fandango, los tientos, la seguiriya, la cantiña y, para despedirse,
la bulería.
Estaban
a gusto, casi como en casa, y fueron resolviendo entre besos y
miradas llenas de cariño los problemas que les planteaba la
megafonía. Tampoco le prestaron mucha atención a la disposición
escénica ni a otras cosas de muy segundo orden para ellas. No hacía
mucha falta, porque lo suyo era cantar y cantar sí que cantaron. Y
eso es lo que todos esperábamos de ellas.
Inés Bacán |
María Peña |
Con
ellas venía también Carmen Ledesma, una sevillana que lleva muy a
gala el baile de la escuela que se conoce con el nombre de su pueblo.
Presume de él y lo borda. Demostró que el baile flamenco es cosa de
sentimientos y no de acrobacias a mil por segundo. Que para
transmitir algo se necesita mesura y tiempo. Que los brazos de una
mujer son más bellos que el zapateado inmisericorde que hoy estilan
muchas. Bailó por romance y por cantiñas y puso la nota de Sevilla
en las tablas: elegancia y jondura hermanadas.
Carmen Ledesma |
Les
acompañó a la guitarra Antonio Moya, que dejó en el aire ecos del
malogrado Pedro Bacán. Para las palmas y para darse también sus
pasitos por fiesta estaban Rocío la Turronera y Verónica Bermúdez.
José Luis Navarro
Fotos: Remedios Malvárez