viernes, 13 de marzo de 2015

Bailes de negros en Triana*


El baile que hoy llamamos flamenco cristaliza sobre los tablaos de los cafés de cante durante las últimas décadas del siglo XIX. Su materia prima es la gracia, la espontaneidad, la elegancia de los bailes andaluces, la garra y el arrebato de los modos interpretativos de la raza calé y el descaro de las danzas afroamericanas. Los padres de la criatura son los andaluces, los gitanos que vieron la luz en esta tierra y los negros que llegaron a ella. Unos pusieron la sal, otros el temperamento y otros la sensualidad.

El baile flamenco es, además, fruto de una simbiosis que ha durado siglos. Un proceso continuado de fusiones múltiples. Un diálogo ininterrumpido entre bailes populares, bailes de teatro y bailes de academia. Primero, los maestros de baile que inventaban coreografías para el teatro bebieron de la fuente del baile popular. Luego, sus bailes se convertían en modelos que muchos amantes de la danza, que asistían a aquellos espectáculos, abarrotando los corrales de comedias, no solo contemplaban fascinados, sino que, después, copiaban sus pasos y movimientos y los interpretaban a su manera, imprimiéndoles esa espontaneidad que caracteriza a las danzas que le gusta hacer al pueblo. 

Y es que, aquellos días y mucho después, la relación entre el teatro y la calle era intensa y fluida, porque el teatro era todo un vicio nacional. Se podría pasar necesidad, pero no por ello se dejaba de ir al teatro. Algo muy similar a lo que hoy ocurre cuando vemos antenas de televisión instaladas en misérrimas chabolas. Un hecho que no pasó desapercibido a los ojos de los viajeros que visitaron nuestro país. Uno de ellos, Robert D. Murray, hacia 1840, nos dejó constancia de lo que, desde luego, no sería nada nuevo por aquellas fechas. Estas son sus palabras:
Todo el mundo, en verdad, parece vivir para divertirse, desde los más bajos a los más altos. Miles de personas se agolpan en cualquier espectáculo público, y uno se pregunta de dónde habrán sacado los cuartos para pagar la entrada, pues en su aspecto se retrata la necesidad. Pero en esto es donde se distingue claramente el carácter de los sevillanos, que anteponen el disfrute de su diversión favorita a la misma necesidad de comer, y se gastan la mayor parte del sueldo en ir a los toros o al teatro.
Por eso, ese diálogo entre la calle y las tablas se repetía una y otra vez. Pasado algún tiempo, las cómicas, sus maestros de danzar y quienes tenían abiertas academias, que, no lo olvidemos, tenían la misma extracción popular que sus públicos, se volvían a asomar a los festejos y reuniones populares, buscando inspiración para sus creaciones, y de nuevo refinaban, codificaban y estilizaban lo que allí veían y muy posiblemente ellos mismos bailarían. Así, una y otra vez, hasta llegar a las recientes influencias de la danza contemporánea. 

La historia del baile andaluz ha sido, pues, un diálogo repetido y fructífero entre aquellas mozas de tronío que bailaban simplemente porque se lo pedía el cuerpo, los cómicos y cómicas que daban vida en los corrales de comedias a los bailes que en cada momento estaban en boga y los maestros de baile que se encargaban de enseñarlos en sus academias.

El baile flamenco fue además un diálogo abierto y libre de prejuicios entre andaluces y calés, en el que también tomaron parte muchos de aquellos negros que llegaban como esclavos a nuestras costas, o que, llevados a tierras americanas, nos fueron enviando, desde los puertos caribeños, con sus contoneos, quiebros y ritmos binarios, lo mejor de sus habilidades dancísticas. De ellos y de sus bailes va a tratar esta charla.

Durante el siglo XVI y primera mitad del XVII el negro era una figura familiar en las calles de muchas ciudades andaluzas. En Sevilla había llegado a constituir nada menos que casi un 10 por ciento de la población. Unos les llamaban «negros», otros «morenos» y no faltaban quienes, haciendo alarde de una exquisita precisión a la hora de definir pigmentaciones, llamaban «pardos» a los mulatos. Casi todos eran esclavos, pero, precisamente por esto, apenas despertaban temores entre las capas blancas de la población de las ciudades andaluzas que, desde una posición de superioridad social, les miraban con cierta condescendencia y aún con simpatía. En realidad, para ellos no eran más que «niños grandes». 

Esta población se estabiliza en la primera mitad del siglo XVII, pero a mediados de esa centuria comienza a descender. Junto a este descenso de la población negra hay que destacar la presencia cada vez más importante de la figura del mulato. La mayoría eran hijos ilegítimos, en su mayor parte, el fruto de las relaciones ilícitas de los amos con las esclavas que vivían en su mismo domicilio. Una práctica que, aunque se la conocía con tonos claramente peyorativos como «andar entre negros», llegó a estar muy extendida, incluso entre los clérigos. 

Luego, aumenta el número de enlaces entre servidores blancos y mulatas, como ponen de manifiesto las piezas teatrales que se estrenan durante el XVI y el XVII. En realidad, la mulata, de una belleza exótica, admirada y codiciada por todos, se había convertido en un objeto de deseo erótico que provocaba pasiones y que sufría constantes acosos. Gracias a este proceso de «blanqueamiento», a fines del XVIII, casi los únicos vestigios del pasado negro fueron el pelo ensortijado y el apelativo de «moreno», convertido después en apellido. 

La vida de estos esclavos negros no era, sin embargo, más dura que la de cualquier asalariado. Vivían en casa de sus amos y las mujeres, por lo general, estaban dedicadas a labores domésticas o, como nodrizas, al cuidado de los hijos. Los hombres solían ayudar a sus amos, como aprendices, en sus oficios y profesiones. Muchos gozaban además de una relativa libertad, especialmente aquellos que solían hacer recados o que se los dedicaba a la venta directa al público. 

Poco a poco algunos negros van consiguiendo su libertad. En su nueva condición de «liberto» el negro se veía entonces obligado a buscar un nuevo medio de vida. Algunos conseguían trabajo, aunque no sin dificultad, ejerciendo los oficios más modestos. Otros no eran tan afortunados y habían de vivir de la mendicidad o, lo que es peor, se convertían en pícaros o pequeños delincuentes.

Conseguida la libertad la inmensa mayoría de los libertos tenía que abandonar el domicilio de sus antiguos dueños. Generalmente, buscaban nueva casa en las zonas más humildes de las ciudades, en barrios que solían estar situados extramuros. En Sevilla, se establecen en el arrabal de la Calzada, en la Carrera de Santa Justa y Rufina, en la collación de San Juan de la Palma, y sobre todo en el barrio de la Mar (actual Arenal) y en Triana, donde entonces terminaba la actual calle Castilla. 

Es en estos asentamientos donde el negro y el mulato entrarían en contacto y convivirían con otros grupos sociales que sufrían, como ellos, una más o menos descarada marginación: pícaros y gente del hampa y, sobre todo, gitanos. Allí el negro aprendería los bailes que hacían sus hermanos de raza calé y allí el gitano se iniciaría en los pasos de los bailes de negros. Una convivencia de la que existen numerosos datos documentales. 

Hace unos años se desempolvó un curiosísimo texto, Libro de la gitanería de Triana de los años 1740 a 1750 que escribió el Bachiller Revoltoso para que no se imprimiera, escrito por Jerónimo de Alba y Diéguez. En él que se habla de un Alguacil de Triana al que llamaban «El Negro» y que «se había amancebado con una gitana». El texto aludido dice así: 

El Aguacil de los Vagos de Triana, al que llamaban el Negro, era amigo de los gitanos, y se había amancebado con una gitana de los Duarte, y por el dicho Negro conocían los gitanos los pregones antes de darlos, y así se aseguraban la salida.
Asimismo, los expedientes efectuados a raíz de la redada efectuada en 1749 contra todos los que fueron catalogados bajo la condición de «gitanos” nos proporcionan una valiosa documentación que confirma esa estrecha convivencia. Testimonian los matrimonios que tenían lugar entre negros o mulatos y gitanas. Son reclamaciones presentadas por personas de origen negro cuya inclusión en el grupo marginal gitano se fundaba precisamente en esos matrimonios.

Casos similares, aunque sin duda menos dolorosos, se dieron también con motivo de los Censos de gitanos confeccionados en 1783. Así, Francisco Facundo Moreno, un mulato de San Fernando, tuvo que manifestar expresamente «no ser gitano», para conseguir que le excluyesen de dicho Censo. Y eso que su apellido no podía ser más explícito de su verdadera procedencia. 

Estas relaciones de vecindad y convivencia entre negros y gitanos quedaron también reflejadas en numerosas piezas del teatro menor del siglo XVIII. En las tonadillas escénicas aparecían, junto a todo tipo de personajes de muy distinta procedencia —gallegos, portugueses, franceses...— negros y gitanos. Y en ellas, los gitanos solían hacer bailes teñidos de africanía. 

Los llamados «bailes de negros» fueron la salsa de infinidad de piezas teatrales. Eran el prototipo y la quintaesencia de la voluptuosidad. Bailes encantadoramente voluptuosos y descaradamente desvergonzados. En su origen, en tierras africanas, habían sido danzas rituales hechas en honor de los dioses y diosas de la fertilidad y, por eso, en sus movimientos parodiaban el acto sexual. Después, cuando los negros fueron arrancados de su entorno natural, desarraigados de sus fuentes culturales y sometidos a la esclavitud, estos bailes sufrieron un proceso paralelo: fueron perdiendo su carácter ritual y religioso, y se convirtieron en centro y protagonista de cualquier fiesta popular. Eran una forma y una fórmula de mantenerse cercanos a sus orígenes, de revivir lejanos recuerdos, pero, sobre todo, eran una manera de divertirse, de engolfarse en el jolgorio y olvidar así, siquiera por unas horas, la privación de su libertad y los sufrimientos de la esclavitud. 

En Cuba, como en otras poblaciones coloniales, se bailaba en los bohíos y, bajo el amparo de la noche, en las plantaciones y los ingenios de azúcar. Y, como ocurría en la península, se bailaba también el día del Corpus y, especialmente, el Día de Reyes. Ese día, en La Habana y Santiago, las autoridades locales permitían a los que de manera genérica llamaban «negros de nación» salir a las calles y tomar posesión con sus tambores, músicas, bailes y ceremonias rituales de toda la ciudad. 

Después los hicieron también, en las zonas portuarias, en garitos y otros lugares poco santos de la Habana, muchas negras y mulatas de rumbo, para diversión desenfrenada de marineros y otros personajes de la golfería habanera. 

De allí, cruzando el Atlántico, llegaban a los puertos de Sevilla y Cádiz. Y seguían siendo protagonistas de las fiestas que en los muelles y en sus aledaños organizaban las gentes del mar. Los hacían los mismos marinos que los habían aprendido en Cuba y eran ellos los que se encargaban de enseñarlos a las mozas «atrevidas» que alegraban, entre travesía y travesía, sus estancias en tierra firme. 

Y por supuesto, los bailaban también los esclavos que llegaban de las Américas en sus mismos galeones, cuando sus amos les dejaban algunas horas de intimidad y descanso. Luego, adquirían vida propia en los cuerpos salerosos de las majas y mozas de tronío, andaluzas y gitanas, que no tenían empacho en ejecutar los más descarados movimientos para gozo visual de quienes las contemplaban. Y se extendían por las zonas marginales de esas ciudades, en los barrios extramuros donde convivían negros libertos y gitanos. 

Poco a poco, una vez nacionalizados andaluces, se iban depurando, la gracia andaluza dulcificaba lo excesivamente enojoso, limaba aristas y eliminaba, como diría Serafín Estébanez Calderón, «lo demasiado torpe». Un proceso que El Solitario nos describe con precisión y elegancia en un texto que se ha convertido en cita clásica y obligada:
Sevilla es la depositaria de los universos recuerdos de este género, el taller donde se funden, modifican y recomponen en otros nuevos los bailes antiguos, y la universidad donde se aprenden las gracias inimitables, la sal sin cuento, las dulcísimas actitudes, los vistosos volteos y los quiebros delicados del baile andaluz. En vano es que de las dos Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta, aunque siempre sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán, si antes pasando por Sevilla no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono, a fuerza de ser exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la andaluza, pronto se deja conocer y es admitido desde Tarifa a Almería y desde Córdoba a Málaga y Ronda.
De algunos, apenas nos ha llegado el nombre; de otros, sólo las coplas que los acompañaban, y, si acaso, alguna referencia a la indecencia de sus movimientos. Hacia mediados del XVI, llegó la Zarabanda y, muy poco después, la Chacona. Luego lo harían el zarambeque, ya bien entrado en XVII, el Cumbé, el Paracumbé. el Retambo o Retambillo, el Zambapalo, el Dengue, la Cachumba, la Guaracha, el Fandango o la popular Gayumba. 

En Sevilla, según fuentes documentales de la época, se sabe que se bailaban, a fines del XVI, en las reuniones multitudinarias y a veces tumultuosas que los negros y mulatos celebraban los «días feriados» en la plaza de Santa María la Blanca, y, un siglo después, en la de la Magdalena. Los negros participaban también con sus bailes en cuantas celebraciones cívicas o religiosas tenían lugar en esta capital. 

De todos ellos, el más popular y el que disfrutó de más larga vida fue, sin duda, la zarabanda. Desde su llegada a nuestro país, hacia mediados del XVI, alcanza, casi de la noche a la mañana, una insospechada y duradera popularidad. En su repertorio la conservan, hasta entrado el siglo XIX, las cuadrillas de gitanos que llegaban con sus danzas hasta las más escondidas poblaciones de nuestra Andalucía.

La fortuna nos ha conservado noticia documentada de una de esas pequeñas compañías, la que dirigía la «autora» de danzas que se daba a conocer como Andrea la del pescado. Andrea recorría ventas y colmaos con su pequeña «cuadrilla» de «Bailes de gitanos» formada por «cuatro parejas de hombres y mujeres». Y ya, hacia 1780, anunciaba sus actuaciones con «avisos» impresos que colocaba en los locales que habrían de ser escenarios de sus danzas. Precisamente, gracias a uno de ellos, el que servía de reclamo para la que habría de tener lugar el 9 de julio de 1781 en la venta de Caparrós, en las afueras de Lebrija, conocemos su nombre y lo principal de su repertorio: la mojiganga del caracol y la zarabanda. 

Andrea sería una gitana perspicaz y buena conocedora de los gustos de los públicos que atraía con sus bailes. Sabía que lo que querían eran danzas de mucho movimiento de caderas, de esas que los bienpensantes llamaban «lascivas» y «diabólicas», y esas eran las que ella les ofrecía. Lo hacía además con textos la mar de sugerentes: «El demonio duerme en el cuerpo de las gitanas y se despierta con la zaravanda». Desde luego, la zarabanda seguía y seguiría siendo un buen anzuelo para captar voluntades. 

Décadas después todavía seguían bailando las pequeñas «troupes» de gitanos que iban de feria en feria con sus músicas y bailes. Nos lo cuenta, hacia 1838, Serafín Estébanez Calderón, en Un baile en Triana
No hace muchos años que todavía se oyó cantar y bailar, por una cuadrilla de gitanos y gitanillas, en algunas ferias de Andalucía. 
Otro baile de negros que también formó parte del repertorio de las cuadrillas de gitanos que, de una forma ya casi profesional, hacían las delicias de los que gustaban del arte del bamboleo, fue el manguindoy o mandingoy, llegado a las cavas trianeras en el XVIII. Fue, como sus antecesores, un baile atrevido en sus movimientos, que, como había ocurrido con la zarabanda, sufrió la intransigencia de los censores de la época. Lo bailaba la que ha pasado a la historia como la nieta de Balthasar Montes, patriarca de los gitanos trianeros. No conocemos su nombre y, sin embargo, sabemos que su fama traspasó los límites de Triana y viajó por aquel puente de barcas que la unía con Sevilla. Porque, hasta Triana venían a buscarla, de parte de los señores de Sevilla, para que ella se desplazase hasta sus casas y les hiciese disfrutar con sus bailes. Nos lo cuenta así don Jerónimo de Alba y Diéguez en el ya aludido Libro de la gitanería de Triana 
Una nieta de Balthasar Montes, el gitano más viejo de Triana, va obsequiada a las casas principales de Sevilla a representar sus bailes 
Y ella, que seguro que era una gitana picarona y desenvuelta, iba de inmediato, acompañada de su «cuadro» –un cantaor, un guitarrista y otro que tocaba el tamboril– allí donde su arte era requerido. El Revoltoso nos ha legado, en un párrafo que pasa por ser el acta bautismal del «quejío», jugosísimas noticias de una de estas salidas a Sevilla. Fue un día de 1746 en que fue invitada a una fiesta que había organizado don Jacinto Márquez, a la sazón Regente de la Real Audiencia. Allí llegó ella con su pequeña «troupe» y allí bailó, a requerimiento y súplicas de las señoras presentes una de aquellas danzas «atrevidas» que habían puesto de moda los negros: el Manguindoy. Así nos lo contó aquel bachiller Revoltoso:
Es tal la fama de la nieta de Balthasar Montes que el año pasado del '46 fue invitada a bailar en una fiesta que dió el Regente de la Real Audiencia, don Jacinto Marquez, al que no impidió su cargo tan principal tener de invitados a los gitanos y las Señoras quisieron verla bailar el Manguindoi por lo atrevida que es la danza y autorizada por el Regente a súplicas de las Señoras, la bailó, recibiendo obsequios de los presentes. 
El mandingoy, que sin duda entraría en nuestro país por los muelles de Cádiz, lo bailaron también las gitanas de la tacita de plata. Nos lo cuenta Henry Swimburne, en carta fechada en Gibraltar el 9 de marzo de 1776: 

Hay entre los gitanos otra danza, llamada «Manguindoy», tan lasciva e indecente que está prohibida bajo los castigos más severos. La melodía es muy simple: apenas la repetición constante de las mismas notas. Como el fandango, se dice que ha sido importada de La Habana y que las dos son de procedencia negra. Según me dicen, en la costa de Africa, se exhiben una extrañas danzas que son muy similares a éstas.

Y llegó en tango. Con él, se revive la historia de muchos otros bailes de negros llegados a nuestras costas y, gracias a él, podemos comprender mejor hoy lo que ocurrió siglos atrás. Su popularidad fue inmediata y su aceptación por casi todos los mundillos musicales y dancísticos de la época apenas tuvo excepciones. Lo cantaron los andaluces y los gitanos. Se cantó y se bailó en corrales de vecinos y formó parte de lo más atractivo de muchas zarzuelas. Hoy es unos de los estilos más importantes dentro del abanico de «palos» flamencos. 

Había nacido en Cuba, allá por las primeras décadas del siglo XIX. Era un baile típico de esclavos. Se danzaba al son de un compás binario, el esquema rítmico que fue caldo de cultivo en el que negros y mulatos aclimataban y hacían crecer cuantos bailes llegaban a ellos, y sus coplas, llenas de sal y picardía, contaban las mil y una peripecias de su vida diaria.

La palabra «tango» se utilizaba también en Cuba como una de las denominaciones más populares de las cuadrillas de negros —los cabildos— que a la más mínima excusa recorrían, al son de sus tambores, las calles de cualquier población caribeña. Estos Cabildos eran sociedades que se registraban con fines asistenciales —de socorro mutuo—, pero que también tenían como objetivo declarado el «recreo y esparcimiento». 

Nada más llegado a nuestras costas, su éxito es espectacular y fulminante. Casi de la noche al día, se aficionan a él las clases populares y las no tan populares. Desde los años treinta del ochocientos, lo cantan los ciegos y se imprimen sus coplas con la denominación de «nuevo tango americano» en aquel importante medio de difusión que fueron los pliegos de cordel. En las fiestas de Cádiz, el tango suena casi por todas las esquinas. Tanto es así que, en 1846, las autoridades gaditanas intentan regular lo irregulable. A tal efecto, dictan unas normas por las que debería regirse el tango que allí se hacía, a fin de que no se confundiese con su pariente americano. Un dato que nos facilita uno de sus rasgos más característicos: la viveza de su ritmo. 

El tango inspira a muchos músicos que lo utilizan como número destacado en sus zarzuelas y lo cantan las voces más floridas y celebradas del momento, aunque con coplas en las que habría desaparecido lo excesivamente impúdico. Es además protagonista principal de más de un recital de canto, como el que causó furor en el Madrid de 1848, cuando lo interpretó María Martínez, una negra habanera que hacía gala de una expléndida voz. 


María Martínez

Aquellos días el origen americano del tango era de todos conocido. Es más, se encargaban de airearlo las numerosas gacetillas que anunciaban su interpretación. Generalmente, se le llamaba «tango de negros», «el gracioso tango de negros» o «el nuevo tango americano», y haciendo el papel de negros aparecían en escena quienes lo habían de ejecutar. Efectivamente, el 7 de Febrero de 1849, en el Teatro San Fernando de Sevilla, aparecen Rita Revilla y el Sr. Luna caracterizados de «negros», para ejecutarlo en la zarzuela La boda en el cafetal.

El recuerdo de su procedencia —«tango de negros», «tango americano»— continúa en los cincuenta y en los sesenta. Por estos años, Charles Davillier, aquel hispanófilo francés que se asomó a todos los rincones de Andalucía, nos lo vuelve a referir: 
El tango es un baile de negros que tiene un ritmo muy marcado y fuertemente acentuado. Puede decirse otro tanto de la mayor parte de los sones que tienen origen igual y principalmente en la canción que empieza por estas palabras: "¡Ay qué gusto y qué placer!", canción que desde hace algunos años es tan popular como el tango.
Un texto que distingue claramente el Tango original y los tangos que se estaban escribiendo en nuestro país. Efectivamente, la canción "¡Ay qué gusto y qué placer!" era el tango compuesto por Francisco Asenjo Barbieri para la zarzuela Relámpago.

Davillier nos proporcionó además importantes noticias sobre el arraigo de lo que ya era una estilo andaluz más entre los estratos populares. Su referencia a la interpretación que del baile hace la que sin duda sería una gitanilla gaditana en la botillería trianera del tío Miñarro es una cita de sobra conocida:
No tardó en llegar la vez a las danzas, y una joven gaditana de cobriza tez, cabellos crespos y ojos de azabache, como dicen los españoles, bailó el tango americano con extraordinaria gracia.
Unos años después, en 1867, uno de los nombres míticos en la historia del flamenco, Curro Durse, lo bailaba en el jerezano Teatro Principal. La gacetilla que anunciaba esta función, aparecida en 31 de octubre en El Porvenir de Jerez, decía así:
Gran Función para hoy 31 de octubre de 1867. A beneficio de Diego García. (...) Cantará Francisco Fernández conocido por Dulce (...) será acompañado a la guitarra por el acreditado Francisco Cantero conocido por Paco el Barbero (...). A continuación Francisco Fernández bailará El Tango Americano.
Durante las dos décadas siguientes, el Tango continúa en la cresta de la popularidad. Se había convertido en uno más de los aires andaluces y se cantaba, se bailaba, se componía y se interpretaba a la guitarra, al violín o por bandas de música. El público exigía a los artistas que repitiesen una y otra vez el número en el que éste aparecía y después lo premiaban con enfervorizados aplausos. En El Progreso de 30 de abril de 1885, al comentar la actuación del Sr. Antón en el Teatro de la Opera de Madrid, nos dice el gacetillero que se ejecutó un tango «que llevó hasta el delirio el entusiasmo ya muy alto del público». En El Cronista de junio de 1887, se nos dice con respecto a la actuación de la señorita Castro en el Teatro Eslava sevillano que «lo que verdaderamente llegó a entusiasmar al público, fueron las malagueñas y tangos que tan graciosamente cantó la simpática señorita Castro (...), prodigándosele frenéticos y prolongados aplausos». Otra gacetilla de 1888 se refiere a él como «el indispensable tango que es lo que ahora priva».

Fue además, en este período cuando el tango se hizo definitivamente flamenco. Sucedió en los cafés cantantes y fue obra y gracia de muchas bailaoras que, gracias a él, consiguieron fama y renombre.

Entre las primeras, está la granadina Concha la Carbonera. Nos lo cuenta así Fernando el de Triana, esa fuente imprescindible de noticias sobre aquel período:
Con motivo del fracasado movimiento revolucionario del 19 de septiembre de 1886, echaron a volar los poetas populares un sinfín de coplas de tangos, y entre ellas, la que se aprendió de memoria La Carbonera y la cantaba al compás de un graciosísimo tango que ella misma se bailaba, en cuyo número era sencillamente inimitable, además de ponerle los pelos de punta al numeroso público que acudía diariamente a escuchar a Concha.
De entre quienes también alcanzaron renombre gracias a sus tangos, a finales del XIX, se recuerda a Pastora la de Malé y, ya en el XX, a Josefa Díaz, conocida en el mundo flamenco como Pepa Oro, que era anunciada en 1902 como «la simpática y aplaudida bailadora por tangos», ya que era por ese palo por el que había metido las milongas que se había traído de América.

Un reclamo casi idéntico, «el aplaudido bailador por tangos», era utilizado, ese mismo año, para anunciar a Antonio Ramírez, el que habría de ser pareja, algunos años después, de la incomparable Juana la Macarrona.

Y una publicidad similar, «aplaudido bailador y cantador de tangos» se empleaba en 1903 para anunciar las actuaciones de Antonio de la Rosa el Pichiri en el Café Filarmónico de Sevilla. Un año después, el que llegaría a ser una de las figuras más relevantes del baile flamenco masculino, El Estampío, debutaba a los 25 años en Madrid, en el Café de la Marina, bailando precisamente unos tangos. Sin embargo, su interpretación no tuvo que ser nada afortunada, porque fue despedido esa misma noche. Otros bailaores que asimismo destacaron por este baile fueron Faíco, Rosario Feria la Bonita, los gaditanos Paquiro y el Churri, y Rafaela Valverde, que terminó siendo conocida precisamente con el nombre artístico de La Tanguera.

Fue en los cuerpos de esas bailaoras y bailaores donde el tango se hizo definitivamente andaluz y flamenco, borrándose de la memoria de las gentes su origen afroamericano. Comenzó entonces a distinguirse entre dos tipos de tangos, el «gitano» y el «de las vecindonas» o «de las corraleras», según nos cuenta hacia 1912 el maestro Otero:
Fueron conocidas dos clases de Tango, uno que se llamaba tango gitano, muy flamenco, y que no se podía bailar en todas partes, por las posturas, que no siempre eran lo que requerían las reglas de la decencia, y el otro que le decían el Tango de las vecindonas o de las corraleras, pero éste se encontraba entre mil muchachas una que se atreviera a bailarlo, aunque supiesen hacer las cuatro tonterías con que solía adornarlo la que era un poco despreocupada.
Hoy puede hacerse una distinción similar entre el tango «artístico», en el que, adornado con la gracia y la elegancia del mejor baile flamenco, se ha terminado de pulir lo excesivamente impúdico, y el tango que aun siguen bailando los gitanos en sus celebraciones íntimas, especialmente los que por su edad pocas cuentas tienen que rendirle a nadie, en el que se conservan todos los ingredientes de la más abierta sensualidad, hijos directos de aquellos tangos de negros que llegaron a Cádiz hace ya más de un siglo**.

Después del tango, han seguido llegando a nuestra tierra otras danzas procedentes de Cuba. Ya bien entrado el siglo XX, llegó la rumba. Luego llegarían el mambo, el chachachá y la Conga. Todos ellos han gozado también de popularidad, pero ésta fue más o menos efímera. Cuando fueron llegando el Flamenco era ya un arte con una tradición y unas formas muy consolidadas. Era, además, un arte que vivía un período en el que imperaba lo clásico —lo que se empezaba a denominar «pureza»— y que ya no era capaz de disfrutar con veleidades más o menos llamativas. Por eso, ninguno de estos nuevos sones tuvo acogida en su seno.

Tal vez, no era necesario, porque el flamenco ya contaba con un estilo capaz de recordar con sus movimientos esa deuda que tiene contraída con los negros y morenos que siempre nos han dado lo más valioso de su repertorio dancístico: esas gotas de intensa voluptuosidad y júbilo que contribuyen, como lo hace a su estilo la bulería, a abrir las fronteras de lo jondo al mundo de la fiesta y escapar, dándole un capotazo al toro negro de la pena, de la angustia vital que transmiten la mayoría de los palos flamencos.

                                                                                                   José Luis Navarro

* Conferencia dictada el 12 de marzo en el Centro de Cerámica Triana, dentro del ciclio “Triana despierta”.

**Véase el tango que bailan Tío Juane y Pastora la del Pati en el documental Triana pura y pura (https://www.youtube.com/watch?v=Zb-ebZrlyRc)