sábado, 4 de octubre de 2014

&dentidades, otra mirada al pasado

El que una bailaora joven quiera homenajear a ocho maestros del baile sevillano es, por un lado, algo digno de todo elogio; por otro, sin embargo, no deja de ser una auténtica temeridad. Máxime de la forma en la que lo ha concebido Pastora: dedicándoles a cada uno un baile de los que ellos especialmente contribuyeron a engrandecer. Aún más: haciéndolos, como ella dice, "con sus perfumes, sus aromas". Algo realmente difícil de lograr. Y no porque le falten arte y conocimientos, sino porque es imposible que Pastora reprima a la Pastora que lleva dentro, a su forma personal de encarar el baile, a ese divino descaro y esa espontaneidad y frescura que la caracterizan.
 
Era como encerrarse, con la única ayuda de Farru, para lidiar a ocho amenazadores mihuras: las alegrías de Matilde Coral, la seguiriya de Lola Flores, el taranto de Milagros Menjíbar, la caña de Eugenia de los Reyes, el romance de Carmen Ledesma, la soleá de Farruco y la de Manuela Carrasco. Pastora se estuvo arrimando demasiado a unas formas muy personales y se veía venir que uno le podía dar una cornada. Sacó adelante las alegrías —inspiradas sin duda en las que registró Claudio Guerín en su A través del flamenco (1972)—. Se lució en la seguiriya —precisamente la que le bailó Loli en el homenaje que la Bienal de 2000 tributó a Matilde—. Pero el taranto se la dio. Pastora reprodujo pasos y movimientos de Milagros, pero no pudo ni acercarse a aquel taranto mágico que quiso imitar, aquel baile con el que Milagros sorprendió y cautivó a cuantos la vieron aquel ya lejano 7 de septiembre de 1988 en la Torre de Don Fadrique. Yo, que tuve la suerte de estar allí y que he utilizado repetidamente en mis clases el vídeo de aquel baile, puedo dar fe de ello. No podía ser y no lo fue. Luego, bailaría una buena caña —como la hacía su madre—, pudo con el romance —su baile y el de Carmen Ledesma no difieren mucho—, le echó coraje y exhibición de pies a la soleá —como hace siempre Manuela Carrasco— y para rematar la faena, descarada hasta en el vestir —parecía una vedette de los años oscuros de la dictadura, luciendo una pantorrilla— hizo unas bulerías marca de la casa. Entonces sí que cortó orejas.
Foto: A. Acedo. Bienal de Flamenco
 
Farru, su compañero de cuadrilla, se enfrentó a la soleá que hacía su abuelo y consiguió el prodigio de traer hasta las tablas del Maestranza la imagen y hechuras de Farruco. Luego, cuando volvió a ser él mismo, se desmelenó por tangos y terminó de redondear su faena.
Invitada también a la fiesta fue Juana la del Pipa, que hizo las delicias de los que gustan de voces roncas y rotas. El resto de los músicos, Cristian Guerrero y Galli de Morón al cante, con las guitarras de Ramón Amador y Pedro Sánchez, cumplieron bien su cometido.
Antonio Canales figuraba como director del espectáculo y suyas fueron alguna que otra tropelía. ¿A quién se le ocurre castigar a las guitarras poniéndolas de espaldas al público?, ¿a qué viene convertir el escenario en camerino y representar al ausente José Galván con un sombrero y un perchero?
José Luis Navarro