Hasta ahora hemos dedicado nuestros afanes a recuperar datos y documentos con los que reescribir la historia de nuestro flamenco. Ahora queremos recoger también los ecos que el presente pueda dejar en el futuro. Para iniciar esta nueva andadura, nada más oportuno que reseñar y comentar la vuelta a los escenarios de la Carmen de Salvador Távora.
El teatro de la emoción
Hay obras que se ven y obras que se sienten. Hay obras que interesan, que sorprenden, que entretienen y obras que emocionan. He visto varias veces la Carmen de Salvador Távora. Ha sido en momentos muy especiales: su estreno en el Teatro de la Maestranza, su representación en la Plaza de Toros de Ronda. Primero me sorprendió por sus hallazgos expresivos y coreológicos: la batida y apaleamiento de los gitanos trianeros en la figura de Carmen, su paso a dos con ese caballo blanco que monta su nuevo amante, por citar dos momentos particularmente imaginativos. Desde luego, siempre me ha interesado y me ha emocionado. Sin embargo, nunca la había sentido con tanta fuerza como anoche, cuando la vi en el Teatro Salvador Távora del Polígono Hitasa. Y es que ese pequeño teatro tiene algo mágico. En él, con su cercanía, con su disposición, Távora no solo nos hace sentir lo que sus personajes sienten, es que nos mete esos sentimientos y esas emociones en los mismísimos huesos.
De la obra, poco nuevo puedo añadir a lo que ya he escrito sobre ella en otras ocasiones [1]. Para mí, es una obra maestra y un hito en la historia del teatro flamenco. Después de una andadura de 15 años, sigue tan fresca como el primer día y sus protagonistas —Lalo Tejada, El Mistela, Juan Romero, Jaime de la Puerta, Ana Real, Cristina Rodríguez, María Távora, Juan Aguirre, y Francisco Carrasco— tan convincentes. Si acaso, la obra en su conjunto resulta más densa y más conjuntados tambores, trompetas, guitarras y cantaoras.